EL PINTOR DE ALMAS 7
La Ordalía del Retrato
No podré olvidar nunca las clases con mi maestro.
Me había recogido de la calle cuando yo era muy pequeño. Mendigaba y
hurtaba todo lo que podía para sobrevivir y una tarde, viendo la puerta de su taller
abierta y unas manzanas sobre la mesa, entré a cogerlas. Pensaba que no había
nadie en el lugar, pero cuando tenia la primera manzana en al mano, la cabeza
del viejo pintor asomó tras el caballete.
-Al menos déjame acabar de pintarla antes de comértela-,
dijo con una sonrisa.
Di un respingo y salté hacia la puerta. Allí me giré y miré al maestro que
no se había movido y seguía sonriendo. Miré la manzana que aun tenía en la mano
y después paseé mi vista curiosa por
todo el taller. Me sentí fascinado por todo lo que allí había: telas de todos
los tamaños con muy diferentes motivos, paisajes, retratos, bodegones…un
concierto de colores que componía una escena que entonces me pareció mágica.
Miré uno de los cuadros, el paisaje de un recodo del río donde solía ir a
bañarme. Era igual, parecía que el agua vibrase con el reflejo del sol en su
superficie. Los patos que nadaban sobre
ella parecían tener vida y moverse lánguidamente cerca de la orilla.
A
su alrededor se amontonaban otros cuadros y dibujos, algunos de ellos simples
bocetos hechos con carbón. Muchos de estos fueron los que mas llamaron la
atención. Se parecían a los garabatos que yo mismo solía hacer con resto de
leña quemada sobre paredes o maderas que encontraba tirada por la calle. También
solía dibujar con un canto puntiagudo sobre láminas de pizarra. Me sentía
fascinado por todo aquello y olvidé donde estaba y que el pintor, sin moverse, seguía
mirándome con divertida curiosidad.
-¿Te gustan? -preguntó
Asentí sin abrir la boca. El pintor pareció leer mi pensamiento y sin
dejar de sonreír me invitó:
-Vamos, prueba.
Con algo aun de temor y precaución me acerqué a la mesa y dejé la manzana. Allí,
además del plato con las frutas, había trozos de carbón de todos los tamaños.
Cogi uno no muy grande y volví a mirar al maestro. Este, sin decir palabra me
indico con un gesto de su cabeza un trozo de papel que había junto a los
carbones.
Que ganas tenia. Miré la manzana y el papel y
apretando mucho el carboncillo empecé a dibujarla. Cuando acabé con la primera
seguí con las demás, dibujando toda la fuente. Que placer sentía. El carbón era
muy bueno. Suave, no se rompía ni arañaba. La textura del papel era agradable y
de un blanco que no tenían las paredes ni los pedazos de madera del suelo en la
calle.
Cuando creí que había acabado dejé el carbón sobre la
mesa y miré al pintor. Este había dejado de sonreír y con una expresión de
seriedad y asombro en su cara, se levanto y acercó lentamente a la mesa. Me
aparté con temor a un lado y el pareció no verme, no apartaba la vista del
dibujo. Cogió el papel en sus manos y paseó su mirada por él para después mirarme
a mí con asombro.
No volví a mendigar ni a robar; no volví a la calle.
En un rincón del taller
habilitó mi maestro un catre de madera con un jergón de paja. Me convertí en su
ayudante. Limpiaba y ordenaba el taller, Preparaba las mezclas de colores según
el me iba indicando, y con el tiempo me fue enseñando las técnicas necesarias
para pintar, incluso le ayudaba a acabar los cuadros.
No podré olvidar las clases de mi maestro, las largas
jornadas en las que combinaba sus enseñanzas sobre pintura con relatos de su
juventud de los que pronto empecé a
dudar de su completa veracidad. Pero aunque muchos de sus relatos fueran
difíciles de creer, no dejaban por ello de resultarme fascinantes y provocar en
mí el deseo de vivir experiencias como las suyas. Aprovechaba una clase de
anatomía o desnudo para hablarme de las mujeres que había conocido, de las
vivencias con ellas. La representación de una batalla para hablarme de la
crudeza de la guerra y la capacidad humana para pasar de la más dura crueldad a
la expresión de la más conmovedora belleza.
Me enseñó a buscar el alma de los modelos que
retrataba para ponerla en la pintura sobre la tela.
Pero tal vez el relato que más me impactó y que nunca
olvidaré fue el de lo que el llamó La Ordalía del Retrato
Así empezó:
“Fue hace muchos años; en mis sienes empezaban a
destacar las primeras hebras blancas. Una
tarde de otoño, cuando trabajaba en una tela para el Obispado, oí pasar
corriendo por delante del taller a una multitud que gritaba insultos a alguien
que parecía arrastrar uno de los verdugos del pueblo. Me asomé justo a tiempo de
entrever a quien llevaban. Parecía ser una mujer, de buena silueta y larga
melena negra que le caía tapándole la cara. Durante el tiempo de un
relámpago, su pelo negro se apartó y pude ver sus facciones. Apenas un abrir y cerrar de ojos, pero el tiempo suficiente para que
su vislumbrar su belleza.
Me uní al gentío que calle adelante aullaba
enloquecida. Me fui abriendo paso hasta que la mujer, seguida de la multitud,
fuera arrastrada hasta la plaza y subida al cadalso. A codazos fui abriéndome
paso hasta situarme en primera fila. Pregunté al sucio individuo de apestosa
dentadura que tenía a mi lado:
-¿Quién es la mujer?
-Una bruja, la responsable de la enfermedad.
La enfermedad, la peste. Hacia ya
nueve meses que asolaba la ciudad y la región. Centenares de personas habían ya
muerto y muchas mas estaban enfermas, la mayoría agonizando. Una enfermedad que
nadie sabía curar y que la profunda incultura y fanatismo acababa siempre
achacando a algún desgraciado, sobre todo a aquellas personas que, lejos de
querer hacer daño, se jugaban la vida intentando ayudar a los demás haciendo de
curanderos. Ahí había muchas mujeres, mucho mas activas que los hombrees en
esas cuestiones.
Y durante los meses que duraba la
enfermedad ya habían ejecutado antes a dos de aquellas curanderas acusadas del
mismo delito sin que la enfermedad hubiese remitido, si no al contrario, se había
hecho mucho más mortífera. Las había visto ser torturadas con una crueldad que
no justificaba ningún fin divino. La visión de tales atrocidades había hecho
que me apartara del camino de aquella Iglesia bárbara y despiadada que había
olvidado el mensaje inicial de su Dios. No me gustó el imaginar a aquella
muchacha quemada por el fanatismo. Sentía verdadera repulsa por aquella forma
de ver la religión. Así que, aún
sabiendo el riesgo que corría al ponerme del lado de un sospechosa de brujería,
di un paso al frente y señalé al la
mujer a la que ya habían puesto una capucha negra.
-Señor obispo permitidme que
interceda por la muchacha. Sugiero que se le conceda un Juicio Divino, una
ordalía del Retrato del Diablo.
Un murmullo recorrió la plaza. Sobre
el cadalso, junto al verdugo y la muchacha, el párroco que sostenía una pesada
y ornamentada cruz, miró sorprendido hacia mí
-¿De que ordalía habláis Maese?
-De la que se practica en losTerritorios
Papales por sus representantes. Se dice que es en esa prueba donde mas
claramente se puede ver la mano divina en el resultado de los juicios y solo
así se puede ver la cara al Diablo cuando este se hace presente en los actos y
las personas.
De nuevo un murmullo
recorrió la plaza al tiempo que la gente se miraba preguntándose que era
aquello.
Las ordalías eran pruebas para
determinar la culpabilidad de los reos, sobre todo cuando se trataba de temas
relacionados con la religión. Todas esas pruebas eran imposibles de superar con
éxito dado en que consistían en, por ejemplo, sostener con las manos hierros
candentes o permanecer largo tiempo bajo el agua sin respirar.
-Explicaos, maese, como se lleva a
término esa ordalía?
-Señor obispo, consiste en que un
artesano pintor, como yo, una vez bendecido por una autoridad eclesiástica,
como vos, haga un retrato de la persona acusada sin ver su cara ni haberla
conocido antes, como es el caso de la que ahora tapa esa capucha negra –respondí
señalando a la muchacha-, si el resultado es el fiel retrato del reo sin deformidades eso
significará que la persona es inocente dado que Dios desea mostrarla pura. Si
por el contrario es el Diablo quien se ha apoderado de su alma, el retrato de
este será el que aparezca en la tela y el acusado deberá ser condenado.
Todos los presentes guardaron
silencio durante unos instantes. Después, presa de la curiosidad general y no
queriendo parecer más zafio de lo que era el obispo respondió.
-De acuerdo pintor, pongamos en tus
manos las del Señor para la prueba, haced que traigan vuestros artes de
trabajo.
-¡Un momento! –se oyó gritar de
repente. De entre la multitud salió otro pintor de la ciudad que rivalizaba
conmigo por hacerse con los trabajos que se hacían para la catedral que
se estaba acabando de construir.
-Si es el señor quien ha de guiar la mano, el artista no necesitará ver. Propongo que se le encapuche también
y si el resultado no es el bueno, se condene también al maese por haber querido
defender al Diablo.
El desconcierto fue común. Yo no
estaba preparado para aquella posibilidad que estaba claro, solo pretendía cumplir la venganza por
rencillas personales de aquel individuo envidioso y rastrero, pero ahora ya no
podía negarme a seguir adelante con aquella prueba. El eclesiástico me miró fijamente durante un momento en silencio, después asintió levantando su báculo.
-De acuerdo, que sea así. Si es Dios
quien ha de pintar no necesita una mirada humana teniendo él la suya divina.
Colocaron
delante de mí el caballete y una mesa con las pinturas y pinceles y dos de mis
ayudantes se prepararon para la tarea. En seguida me pusieron la capucha de
basto tejido negro que me impedía por completo la visión. Un escalofrío me recorría la espina dorsal. Busqué a tientas una
esquina del cuadro y allí apoyé el tiento. Puse mi brazo izquierdo sobre él al
tiempo que sostenía con esa mano la paleta. No debía mover ese brazo pues era
el punto de referencia.
Esperé un
momento antes de tomar aire muy profundamente encomendándome por primera vez a
Dios e intentando recordar como era la cara de la mucha que apenas había
alcanzado a entrever. Aún estando sin
visión dentro de la capucha cerré los ojos e intenté recordarla. Noté como el sudor corría por mi frente y
espalda. Por un momento el miedo se apoderó de mi, dudé si había sido sensato
interceder por aquella desconocida que, cabía la posibilidad, de que pudiera ser efectivamente una
servidora del Maligno. De pronto vi su cara nítidamente delante de mi, pude ver
cada uno des sus rasgos con toda claridad, me eran muy familiares y conocidos,
como si se tratara la muchacha de alguien muy apegado a mi y de trato
constante.
Empecé
a pintar rápida y convulsivamente, daba pincelas sueltas allí donde creía que
debía darlas, era como hacerlo directamente sobre aquella cara que no se
apartaba de mi mente. Iba pidiendo a mis ayudantes las mezclas de colores
necesarios, los pinceles apropiados para cada brochazo y trazo.
Me abandoné a la pura intuición.
Pintaba sin pensar, dejando que mi mano pusiera sobre la tela lo que yo veía en
la oscuridad de la capucha. Unos grandes ojos verdes, que me parecieron
rebosantes de agua de mar, me miraban y guiaban. No podían ser del Diablo.
No puedo recordar ahora el tiempo que duró la
prueba pero creo que fueron horas. Cuando al fin creí dado por acabado el
cuadro, el sol se acercaba ya a la línea del horizonte.”
En este punto mi viejo maestro hizo una pausa en el
relato para quedarse un rato callado mirando también el sol que estaba apunto
de ponerse y teñía de rojo toda la calle
-¿Qué pasó maestro? –pregunté impaciente-¿Cómo fue
el resultado de la prueba?
Me miro con un aire melancólico incrementado por el
reflejo rojizo en sus ojos y volvió a sonreír.
“Mientras
pintaba le gente de la plaza no podía ver mi obra ya que veían la tela por
atrás, pero al decir yo que había acabado, la giraron para que todos la vieran.
Yo, con la cara aun encapuchada oí un murmullo general que fue elevando el
tono. Me quitaron a mí y a la muchacha la capucha a un tiempo y el murmullo
aumento hasta convertirse casi en un clamor. Miré mi cuadro y a la muchacha.
Eran idénticos. Ni con los ojos destapados hubiese podido pintar a la mujer con
aquel parecido. Me estremecí pues en aquel momento tuve la certeza de que algo
muy superior a mi había guiado mi mano para que realizara mi obra maestra.”
-¿Dios, maestro? –pregunté.
"-Esa
misma pregunta me hice yo entonces. Pero cuando volví a mirar a la muchacha que
me miraba a su vez, pensé que Dios podía adquirir muchas formas y utilizar
muchos lenguajes. Miré a la mujer y la sensación de que ya la conocía desde
siempre se hizo aún más fuerte. Su larga cabellera , cayendo sobre los
hombros enmarcaban una cara de líneas suaves; altos pómulos, rosados y carnosos
labios y unos enormes ojazos verdes como agua de mar.
No
pude dejar de pensar en la hermosa muchacha a la que, claro, hubieron de liberar.
Pasaron varios días hasta que de forma inesperada
ella apareció en la puerta del estudio.
-Quiero
daros las gracias maestro por lo que hicisteis por mí. Pero decidme: ¿quien os enseñó esa prueba, la
ordalía del retrato? Nunca habíamos oído nadie en la ciudad hablar de ella.
-Naturalmente la inventé en aquel
momento, no podía dejar que esos salvajes acabaran con vos-, sonreí divertido,
. Ella
me miró y bajando tímidamente la mirada pregunto:
Estoy en deuda con vos ¿Cómo puedo pagároslo?
La
miré un instante y dije:
-Desnudaos.”
Me quedé mirando sorprendido a mi maestro que
a su vez me miraba con cara divertida y que al fin dijo:
-Para pintar el mejor desnudo de mi vida, mal
pensado…
…aunque luego ella me diera cuatro hijos.
Me quedé pensando que mi maestro había vuelto a
divertirse conmigo con una de sus historias, hasta que desde la puerta que daba
al piso superior su hermosa mujer, de larga cabellera negra y hermosos ojos
verdes, se asomó y anunció que la cena ya estaba preparada.
Fransabas
Agosto
de 2015 Agosto
de 2015