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miércoles, 29 de diciembre de 2010

VALLDAURA




                                                                                        Fransabas. 








Hoy he vuelto a Valldaura. He bajado por el sendero, ahora casi
borrado, que tantas veces recorrí cuando era niño.

No sé que escogería como recuerdo más entrañable y significativo de mi niñez. Pero tal vez y puestos a tener que decidirme por uno, a pesar de la extrema pobreza en la que vivíamos, este sería los años en la barraca de Valldaura. Los trece Kms., Que nos separaban de Cerdanyola eran para nosotros una distancia enorme que nos aislaba y separaba del resto del  mundo. Una vieja moto Movilette de  49 cc. Fue nuestro primer medio de transporte propio. Mas tarde mi padre compro una Ossa de 125 cc. En la que llegamos a montar los seis. El autobús pasaba una vez al día en cada sentido desde Cerdanyola  a Barcelona por la tortuosa carreterilla que atravesaba el bosque de Collcerola.

Mi mundo era los alrededores de la pequeña barraca, aquel tupido y rico bosque único en la costa catalana y milagrosamente conservado pese a su cercanía con Barcelona. Allí tenía para mi todo un universo, un ecosistema que para mí entonces resultaba mágico y misterioso.

Las libélulas revoloteaban sobre el arroyo de agua limpia de la que bebíamos y cuyo lecho transcurría por una por un túnel de avellanos, pinos, laureles, lentiscos, madreselvas o zarzamoras... No he vuelto a encontrar un bosque tan rico y variado como  aquel. Las higueras, los melocotoneros y el cerezo me parecían estar siempre cargados de frutos. Los espárragos silvestres en primavera, toda la variedad posible de setas en otoño, las moras al final del verano eran siempre un premio y un motivo para mis aventureras excursiones con mi querido perro Tarzan.

Casi nada conocía del mundo exterior y nada del añoraba, a pesar de no tener lo que la mayoría de niños tenian.
La barraca apenas tendría unos 30 metros cuadrados. De planta alargada, un armario separaba la zona de dormir de la de cocinar y comer. Una pequeña mesa, junto a una pequeña chimenea, con cuatro taburetes, cada uno de una forma, servia para cocinar y para comer. La puerta era un tablón que cada noche apuntalaba mi madre con una barra de cortina de pesado hierro. La cama de mis padres al fondo, estaba separada de las nuestras, todos los hermanos compartíamos dos catrecillos, con una cortina hecha de sencillas sabanas que apenas aportaban intimidad a mis padres.

Mi padre era un peón que trabajaba en la fabrica Uralita en Cerdanyola. No sabía leer ni escribir y eso le relegaba a los trabajos de más baja categoría y peor pagados. No era feo, mas bien tenía un cierto atractivo a pesar del ligero estrabismo que tenía desde niño y que en su pueblo, Herrera de Sevilla, le valió el apodo de “El Bizqui”.
Pero mi padre arrastraba las consecuencias de una casi inexistente educación y un claro abandono por parte de mis abuelos. Mi abuelo, guarnicionero en su Herrera natal, nunca se había preocupado por la enseñanza y el cuidado de sus numerosos hijos, y mi padre, el pequeño, vivió una infancia de abandono que fraguó en el un carácter retraído y desconfiado a causa del complejo por su analfabetismo.
 Como decía, mi padre tenia un cierto atractivo; era algo mas alto que la media de entonces y tenia un pelo negro, abundante y fuerte que peinaba hacia atrás y que de vez en cuando le recortaba mi madre, la cual cargaba estoicamente con la familia y la miseria, paciente y resignada, nunca la oí quejarse, al contrario, siempre con la  esperanza en un futuro mejor para todos nosotros.
La puedo evocar atareada haciendo las faenas diarias, a veces tarareando una canción o escuchando el serial radiofónico de la tarde en el pequeño transistor a pilas, limpiando y cocinando para hacer de aquella barraca un hogar y de nosotros una familia. Recuerdo aun el olor de sus guisos; siempre cocinó muy bien con lo poco que el bajo sueldo  de mi padre le permitía comprar, pero aquella hoja de laurel que cogíamos directamente del árbol de la fuente, nunca faltaba en los platos de judías o lentejas que con pocas pesetas era capaz de guisar.
Y recuerdo a mi pequeño y fiero perro: Tarzán. Alegre, fiel e inteligente. Fue mi primer amigo y uno de los mejores que he tenido nunca. Con él recorrí todos los senderos del bosque  que nos rodeaba, descubriendo parajes escondidos y a los ojos de aquel niño que yo era entonces, misteriosos y fantásticos. Con el compartía los secretos de mi laboratorio. Frascos de envases de penicilina, latas de sardinas en conserva, cualquier recipiente valía para guardar mis potingues, zumos de moras y pétalos de amapola para hacer tintas de colores, de aro para hacer pica–pica, de flores de todo tipo para hacer efímeros perfumes...




Tenía a mi disposición todo un arsenal de plantas para experimentar a mi alrededor y lo aprovechaba con el afán del niño curioso que era. Mi laboratorio lo guardaba en un agujero del muro que formaba parte de las ruinas de lo que un día había habido allí, una masia. Apartando una piedra accedía a un hueco tapizado de musgo en su interior donde apilaba mis pequeños tesoros. Allí guardaba los frascos con mis tintas, las latas de sardinas convertidas en cochecitos de ruedas de alambre, trozos de pizarra gris con mis garabatos y teveos del Capitan  Trueno y el Jabato.  Y  en una caja de lata de Cola Cao, viejos libros de texto con grabados de Dore, una ajadísima Enciclopedia Escolar Vives junto con algún cuaderno garabateado a lápiz y tinta de mora y las cartas dirigidas a la emisora “La Pirenaica” que emitía, desde algún país del este, consignas comunistas y revolucionarias de oposición al régimen dictatorial de Franco y que mi tío Fermín me ayudaba a escribir y luego hacia llegar a la emisora.  Todo lo que encontraba con un texto escrito me llamaba la atención y generalmente acababa formando parte de mi tesoro.

Muchas veces mis hermanos querían coger alguna de mis cosas, por eso ponía mucho cuidado de que nadie supiera donde las guardaba.
Ni siquiera mi madre o mi tío sabían de la existencia del escondite.

Mi tío  Fermín. Uno de esos hombres valientes que defienden con nobleza sus ideales. Era un comunista convencido. Había luchado siendo casi un niño con los republicamos en la Guerra Civil. Miembro desde entonces del Partido Comunista había sufrido y sufría aun la persecución de la dictadura franquista. Su pasado como combatiente republicano le habían imposibilitado tener acceso a los derechos que cualquier persona tiene. Trabas para poder encontrar un trabajo digno le había llevado a vivir míseramente con mi tía Marijuana realquilado en una pequeña habitación de un pequeño piso.
Venía con frecuencia a vernos y pasaba horas hablándome de que algún día seriamos nosotros los que tendríamos que seguir luchando por la libertad. Me dictaba  las cartas que luego se encargaba de hacer llegar, a trabes de miembros del partido como él a la emisora de radio La Pirenaica con el seudónimo del “El Pájaro Carpintero” y que luego, por la noche oíamos radiar si podíamos conectar con la emisora.

Mi tío fue la primera persona que me hizo pensar que más allá de aquel bosque había otra realidad y una necesidad de lucha por la libertad y la dignidad de la persona.


Un día mi tío llegó muy alterado. Parecía tener mucha prisa y habló con mi madre llevándola a un rincón. Vi como lo daba algo, un paquete, y se marchó tan rápidamente como había llegado después de abrazar a mi madre. Aquel día no se paró a hablar conmigo como lo hacía habitualmente y sólo me dirigió una mirada donde me pareció ver una    triste despedida.
Mis padres no hablaron de mi tío, al menos en mi presencia, desde entonces.

 Una tarde, casi al anochecer,  cuando estábamos apretujados   junto al fuego escuchando el transistor, golpearon la puerta.       
           
            ––¡Abrid la puerta!,–– dijo una voz grave y enérgica–– ¡Abrid o tiramos la puerta!

Mi padre tardó unos segundos en moverse mientras nosotros permanecimos quietos, paralizados por el miedo. Apartó la barra de cortina de trababa la puerta y abrió.
Un hombre alto y delgado, con un fino bigote y chaqueta oscura entró en la chavola encorvándose y seguido por dos guardias civiles.
Durante un momento permaneció en silencio mirándonos de uno en uno y luego a nuestro alrededor. Recuerdo la luz del candil brillando en  sus ojos pequeños y fríos recorriendo los nuestros sin otra expresión que no fuese la de un hombre totalmente falto de piedad. Daban miedo tanto él como los guardias que le acompañaban. Sin ningún miramiento empujó a mi padre contra la pared y sujetándole contra ella le grito muy cerca de a cara ––
––¿¡Dónde están los papeles!?
Mi padre, mudo por el miedo, parecía sorprendido por la pregunta.

            ––¿los papeles... ? no sé que papeles...––tartamudeó

            ––-Mira, imbécil, no nos hagas perder el tiempo, dinos donde están los papeles  que sabemos que tu cuñado ha escondido aquí. ––mi padre balbuceó algo que no llegué a oír pero que obviamente no le gusto al tipo pues este le golpeo en la cara con el puño cerrado.  Mi padre se tambaleó un momento y los dos guardias, sujetándole por debajo de los brazos, le sacaron fuera. Oímos como le golpeaban y como mi padre repetía gritando que no sabía de que le hablaban.  Mientras, el tipo de paisano empezó a rebuscar por toda la chavola mientras gritaba a mi madre que le diera los papeles. Buscó en la pequeña estantería que no podían alcanzar mis hermanos y donde guardamos muestras escasas pertenencias y la poca comida, revolvió las camas, las levantó y miró bajo los colchones, rompió la puerta del viejo armario al tumbarlo al suelo e incluso sacó a Juanjo de su cuna para mirar dentro y debajo de ella.

Cuando se convenció de que allí no había encontraría lo que
Buscaba, se volvió hacia mi madre y volvió a gritarle que le diera los papeles. Ella había permanecido callada y paralizada por el terror desde el momento en el que los policías habían llegado y ahora además del miedo, en su cara había una expresión de sorpresa. No dijo nada y el tipo la miró amenazadoramente durante un momento y luego salió a la calle.

––¡Vámonos, aquí no están y estos parece que no saben nada!

Silencio.
Durante un buen rato todos permanecimos quietos. Al fin mi madre salió y volvió a entrar con mi padre apoyado en ella. Él tenía sangre en la cara y en la boca y me pareció oírle llorar.

Aquella noche no dormimos ninguno de nosotros. Recordaré siempre como permanecimos todos despiertos oyendo como lloraba mi madre aunque ella intentaba esconder la cara entre las mantas.


Pasaron mas de tres meses hasta que una tarde mi padre, al regresar del trabajo, le dijo a mi madre:
           
            ––He hablado con tu hermano. Le han tenido preso mas de un mes y al final le han llevado al hospital. Está muy mal.
Me explicó lo de los papeles, me dijo que son muy importantes ya que contienen las listas de los pertenecientes al Partido así como las actas de reuniones, los objetivos revolucionarios, las consignas, todo lo necesario para la organización de una resistencia comunista al régimen de Franco, y me dijo que sentía haberlos escondido aquí––, dijo mi padre con un gesto de agrio enfado en su cara que aún tenía el rastro de la paliza.

            ––Yo... ––balbuceó mi madre––, no te dije nada porque pensé que no pasaría nada, no esperaba lo que pasó.

            ––¿Y dónde los guardasteis? ––pregunto mi padre

            ––Ahí, en la caja de lata la estantería––, dijo mi madre señalando un hueco       vacío.

            ––Pero ahí no estaba la caja...

            ––No y no sé que ha pasado, tal vez mi hermano la cambió de sitio después y no me dijo nada.

            ––Es raro, no me lo dijo cuando le conté lo que había pasado, solo me dijo que, gracias a Dios, todos habíamos tenido mucha suerte. Me dijo que si hubiera sido terrible que  encontraran los papeles; el Partido Comunista en Cataluña habría sido desmantelado y todos sus miembros, muchas personas, acabado en la cárcel. Que cuando él pueda volver, se los llevará de aquí y los entregara a la dirección del partido para que hagan con ellos lo que sea necesario.

Aun así, buscaron durante días por todas partes hasta que, al fin, se dieron por vencidos y decidieron esperar a que mi tío pudiese volver a buscarlos.

Pero mi tío nunca volvió. Murió en el hospital donde le habían llevado desde la cárcel. Durante mucho tiempo le añoré y nunca le he olvidado. Fue un luchador que entregó su vida a la lucha por la igualdad y la justicia y fue para mí el primer maestro y amigo.


Y ahora estoy de nuevo aquí, mas de cuarenta años después. Ya no está la barraca, sus ruinas se han sumado a las de la vieja masía y la hiedra ha cubierto las pocas piedras que de ellas quedan. Tan solo es reconocible el muro de la alberca donde guardaba mi “laboratorio”.

Lo he abierto.  Aquí esta la vieja caja de hojalata de Cola Cao con los frascos de cristal de penicilina con tapón de goma sucios por los restos de algún tinte que contuvieron, viejos tebeos del Capitán Trueno que se desmenuzan entre los dedos,  un cuaderno garabateado y lleno de dibujitos, lápices y trozos de carbón y pizarra, una vieja Enciclopedia Escolar Vives casi podrida, y... unos papeles con el símbolo de la hoz y el martillo del Partido Comunista de España.


                                                          
                                                     Fran
                                                           Dic 2010




                                                            Fransabas,  Atardecer. 















           

           


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