EL PINTOR DE ALMAS 5
No
se cuanto tiempo me queda. La última pincelada esta cerca.
Seguramente será apenas un puntito para crear un brillo en uno de
sus ojos. Mientras preparo el pincel e intento controlar el temblor
de mi arrugada mano, una voz interna me machaca repitiéndome que ha
llegado el momento de la despedida. Pero con esa última pincelada
no llega la paz que anhelo. No se acaba el retrato con ese ultimo
toque de pintura. No sin su historia. Y su historia comienza así:
Cuando
apareció en mi taller de pintura, con su hijo de la mano, no
fui consciente en un primer momento de que mi vida estaba a punto de
dar un giro total.
Era
hermosa, tanto que parecía lejana e inalcanzable para la mayoría de
los hombres. De larga cabellera negra, sus grandes ojos verdosos
parecían estar llenos de agua de mar. Su voz era tan sensual como
los labios que esbozaban su dulce sonrisa. Parecía emanar con ella
un viento cálido que traía aromas de un lugar lejano, tan lejano
como el horizonte del fondo de su mirada. Aquellos ojos parecía que
habían atrapado mil paisajes, eran como una ventana a mil cielos y
estrellas. Aun hoy siento aquella sensación de sentirme cautivo,
atrapado sin poder apartar mi mirada de la suya.
Tartamudee
mientras acordamos el precio y cuando pintaría a sus hijos, unos
chicos de ocho y nueve años, morenos como ella.
Durante
las semanas siguientes vinieron a las horas concertadas y mientras
yo, cada vez mas nervioso intentaba concentrarme en la pintura, ella
se sentaba junto al chico. Me costaba muchísimo apartar mi
mirada de la suya, olvidaba muchas veces el cuadro del niño y mi
mano trabajaba desconectada de mi consciencia. Me atrapaba con su
sonrisa, con su voz. A veces un pequeño soplo de aire movía su pelo
y lo convertía en la vela al viento de un navío que viene de cruzar
un largo mar y trae consigo los relatos de lugares lejanos. El aura
que la envolvía me atrapaba y apartaba de la concentración
necesaria para realizar mi trabajo.
Una
tarde, casi al anochecer, al cerrar mi taller y salir a la calle la
encontré sola. Ella se dio cuenta de mi turbación y con una
sonrisa entre dulce y traviesa me pregunto:
-¿Tienes
algún problema conmigo, pintor?
- Si,-conteste-.
Necesito pintarte.
Y
con torpeza, casi temblando, la besé.
Y
empece el mejor cuadro de mi vida, mi obra maestra.
Recuerdo
las semanas siguientes como un sueño. Hundido en sus ojos, atrapado
por su esencia, esclavizado por su voz y por sus gestos. Empecé a
descubrir en ella mis propios recuerdos, los de antiguos amores. Me
di cuenta que ella poseía un algo de cada una de las mujeres que me
habían atraído antes, el pelo de la que me gusto por su pelo, el
caminar cimbreante de la que me hizo descubrir la belleza de las
caderas femeninas, la boca de quien me enseño a besar, la voz de
quien oí por primera vez "te quiero".
Ella
era todas, lo mejor de cada una, y a su vez las anteriores no habían
sido mas que el anuncio de su llegada; ella era el universo que
reunía todo lo que me había echo vibrar alguna vez de una mujer.
Ella guardaba mis recuerdos, mis sueños, mis sensaciones en cada
rincón de de su cuerpo, en cada palabra, en cada mirada. En su
regazo seguía durmiendo el niño que fui, en su cuello, tras su
melena oscura, se refugiaba el adolescente tímido asustado ante su
primer beso. Me enseño a soñar.
Poco
a poco fui pintando su retrato, y con cada pincelada me iba dando
cuenta de que mi alma ya no me pertenecía, que ahora era ella mi
dueña.
Una
tarde, con mis sentidos embotados como se había convertido en
costumbre, salí a pasear, como siempre con la sensación de que mis
pies no tocaban el suelo. Casi sin darme cuenta entré en el Gran
Museo. Allí me llevaba mi instinto cuando necesitaba salir de mi
mundo cotidiano y viajar por los paisajes de los viejos pintores.
Muchas horas había pasado sentado ante un cuadro, ante retratos de
personajes que me miraban desde su marco. Pero aquel día, mientras
paseaba por una de las salas de los renacentistas, un cuadro llamo
súbitamente mi atención. Era un retrato, el de la mujer a la que
que yo amaba y pintaba.
Me
pareció que el sonido del latido de mi corazón retumbaba en la
sala. No podía creerlo, era ella. Allí estaba con su pelo, su
mirada, sus altos pómulos, su frente despejada. Allí estaba la
sonrisa que me tenia atrapado. Mire el autor, un pintor veneciano de
principios del siglo XV. Lo conocía. Sabia que había trabajado
entre Milán y Venecia y que murió relativamente joven, justo
tras...acabar aquel
retrato.
De
pronto a mi mente acudió como una ráfaga el recuerdo de la
historias parecidas de otros pintores. Fui a buscar los que recordaba
en aquel momento y que justo era también del siglo XV, pero al
final. Rápidamente recorrí sus cuadros, y, aunque los había visto
cientos de veces, me pareció descubrir entre ellos uno que me había
ya llamado la atención por la belleza de la dama retratada, pero
que ahora me dejo sin respiración: era ella, la misma mujer del
cuadro anterior, pintada cincuenta años mas tarde, la misma que
ahora yo estaba pintando.
Recorrí
el museo hasta que un vigilante me apercibió de la hora del cierre.
Aturdido
la había visto pintada en mas de una docena de cuadros. En todos
ellos
con
una belleza cautivadora. Las pinturas se sucedían en el tiempo;
todas las épocas, todos los estilos pictóricos hasta ahora mismo.
La vi en los claroscuros del Barroco, en la melancolía del
Romanticismo, en los colores vibrantes del Impresionismo...y todos
los cuadros tenían una historia parecida detrás.
Todos
los pintores parecían haber amado a la misteriosa modelo, todos
murieron al poco de pintarla.
Ahora
tengo el pincel en mi mano. El temblor casi no me deja dar la última
pincelada, apenas un puntito de luz, el brillo de sus ojos. Daré esa
pincelada pero se que no será la ultima, como no lo será el último
beso. Moriré y naceré cien veces más para volver a encontrarla,
para volver a pintarla.
Fransabas