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jueves, 6 de octubre de 2011

EL PINTOR DE ALMAS 3

 













          En los círculos burgueses de la pequeña población había un cierto   revuelo.
          Un pintor, famoso por sus retratos, había llegado a la ciudad. Decían  de el que era capaz de reflejar en sus retratos la personalidad del retratado, sus virtudes y sus vicios, sus miedos y sus esperanzas. Decían que no eran rostros sino almas lo que pintaba al fin.  Los mas eminentes prohombres pugnaban por ser retratados por el. Todos querían colgar de sus salones sus retratos y los de sus seres queridos y no escatimaban dineros ni obsequios para que el pintor los inmortalizase.

       Mateo de Lezna era uno de ellos. Desde que su hermano mayor había desaparecido misteriosamente hacia unos diez años, partiendo se decía tal vez rumbo a las Américas, dejando a su único hijo a su cargo, se había hecho con la fortuna de la familia la cual no había dejado de crecer. La vieja mansión familiar, antes una gran casona junto al bosque, era ahora un palacete rodeado de cuidados jardines de refinados parterres y caballerizas donde, hermosos ejemplares de caballos árabes, eran tratados mejor que los criados de la casa e incluso que el el propio sobrino del señor, el cual había de llevar una vida de humillaciones constantes por parte de su tío. Este le trataba casi como un criado mas, había de trabajar en el cuidado de la mansión que por derecho debía de haber sido suya a la muerte de su padre.

     El afán de destacar por encima de sus paisanos y el carácter narcisista
del señor de la casa era bien conocido de todos. Mateo era un hombre orgulloso e intransigente que tiranizaba a todos los que le rodeaban. El ser inmortalizado en un cuadro por aquel pintor, pronto se convirtió en un deseo vehemente. Por eso le hizo llamar. Cuando este le respondió que habría de esperar porque ya tenía varios encargos que realizar, el tirano se enfureció. Mandó a su sobrino con una bolsa de oro, de un valor tres veces mayor al del valor convencional de un retrato al oleo, con la exigencia de que el pintor aceptara el encargo si no temía las consecuencias del rechazo.

   Juan, el sobrino, volvió tras varias horas con la promesa por parte del pintor de que aceptaría la invitación. A nadie pasó inadvertido las consecuencias de la entrevista del pintor con el sobrino. Este volvió profundamente impresionado por la personalidad fuerte y misteriosa del artista, pero no habló con nadie de ello, ni aun cuando fue preguntado.

   Tres días despues apareció el pintor y durante un mes pintó. Primero hizo posar al dominante señor de la casa, el cual le trataba como estaba acostumbrado a tratar a todo el mundo. El pintor parecía mantenerse encerrado en si mismo mientras trabajaba. No respondía a los improperios del poderoso sino que cuando este le increpaba por algún motivo se limitaba a mirarlo fijamente en silencio hasta que el señor acababa apartando la vista.

   Cuando tras tres meses acabó con la figura de Tomas de Lezna, el pintor tomo apuntes de los jardines, las caballerizas y los arboles que rodeaban la casa. De forma minuciosa tomo apuntes de los caballos, los perros de caza, las rosaledas y los estanques. Parecía que le interesaba todo lo que rodeaba e importaba al tiránico señor.

   Al fin, un día recogió sus bártulos y salio de la casa. Marchó a su estudio y allí estuvo encerrado dos meses mas, despues de los cuales, mando avisar de que ya estaba acabado el cuadro y podía ser recogido.

    Fue al sobrino a quien Mateo encargo recogerlo. Juan, con cuatro criados, fue al taller del pintor. Cuando vio el cuadro se quedó impresionado. Allí, en la tela estaba su tío. Sentado en una silla trono en el centro de su espléndido jardín ante la imponente casa. Vestido con ricos ropajes de exóticas y caras telas era la demostración pura del poder y la riqueza. El parecido era total, daba la impresión de que la figura que devolvía la mirada al espectador estaba viva. Pero el retrato iba mas allá del simple parecido. En el rostro pintado se veía el vicio, la intolerancia y la tiranía. Era la cara de un hombre intransigente incapaz de buenos sentimientos hacia sus congéneres. La ambición había dejado profundas huellas el la frente bajo la cual, una dura mirada reflejaba crueldad sin sombra de humanidad, compasión o solidaridad hacia sus congéneres.

   Juan contempló el cuadro un largo rato. Tras contemplar la impresionante e inquietante figura, su vista recorrió el resto de la tela. Allí estaba, tras el personaje, la gran casona, las cuadras, delante de las cuales los hermosos alazanes parecían piafar a punto de salir galopando del cuadro. Allí estaban los jardines, los parterres, las rosaledas y, al fondo los grandes arboles, alguno de los cuales centenarios. Recorrió con la vista el paisaje, mirando admirado cada detalle hasta que algo le llamó la atención. Delante del viejo roble, en un rincón del jardin, había algo que no recordaba haber visto antes:
un pequeño montículo y, lo mas extraño, una espada, que le resultaba lejanamente familiar, clavada en el.

     Para el día siguiente, Tomas de Lezna había organizado una fiesta en la mansión con motivo de la presentación de su retrato. A ella acudieron otros magnates, que como el, rivalizaban por el poder y el control del comercio local.
   Los ricos señores se exhibían junto con sus mujeres y amantes luciendo las ropas y joyas que denotaban su riqueza y poder. El cuadro fue expuesto en el gran salón donde fue la admiración de todos los asistentes. Juan volvió a contemplar el cuadro y advirtió algo que le llamó la atención: el pequeño montículo bajo el roble había desaparecido bajo unas toscas pinceladas que alguien había añadido torpemente ese mismo día.

   Juan, que ya por norma pasaba desapercibido en la vida cotidiana de la casa, aprovechó el ajetreo de la celebración para salir al jardín y dirigirse al viejo roble. Hacia mucho que no se fijaba en el árbol ni en el zarzal que, muy tupido, crecía a su alrededor. Lo apartó con las manos, no sin llevarse mas de un pinchazo y, si, vio el pequeño montículo que no recordaba que estuviese allí cuando era pequeño y jugaba alrededor del roble. Sorprendido y lleno de curiosidad fue a las cuadras y volvió con una pala. Cavó no sin trabajo pues tenía que apartar las zarzas al mismo tiempo. Cuando empezaba a preguntarse si estaba perdiendo el tiempo, la pala toco algo. Siguió cavando y poco a poco fue quedando al descubierto los restos de un cuerpo humano. Una raída túnica, agujereada por una oxidada espada, envolvía un esqueleto en una de cuyas manos, cuando el chico apartó la tierra, brilló el anillo de Gonzalo de Lezna, su padre.
Aterrado, giró sobre sus talones para salir corriendo en busca del alguacil cuando casi se dio de bruces con la fría sonrisa del enigmático pintor y sintió como aquella mirada tenia una fuerza especial e irresistible, sitió como miraba dentro de su alma. 




                                                                       Fransabas
                                                                     Agosto 2011







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